
Agua. Foto de Andrés Flores Alés
Cuando pensamos en un parque imaginamos su vegetación. El agua que le da vida, se ofrece como ornamento secundario del lugar. En esta entrada no hablaré de las exóticas (para nuestra latitud) plantas del Parque, pues tras la sequía que sufrimos y de la que levemente nos recuperamos por la lluvia caída, el agua ha cobrado su importancia.
Las aguas subterráneas que bajan desde los montes de Málaga, hasta el mar (“Siempre te ven mis ojos, ciudad de mis días marinos./Colgada del imponente monte, apenas detenida/en tu vertical caída a las ondas azules, “escribía Vicente Aleixandre) y la ingeniería hidráulica han hecho fértil esta franja de tierra, antes ocupada por el agua. El parque de Málaga supuso la primera transformación urbanística de la ciudad, y su flora, diversa y muy vistosa, la ha convertido en uno de los enclaves más apreciados de la ciudad.
El agua es esencia y presencia desde que el Parque fue concebido. Cuando el empuje del mar fue perdiendo fuerza en el viejo espacio portuario, nuestro parque tuvo su oportunidad, en las entretelas de los terrenos compactados con tierras, traídas de otros lugares, para unir las zonas este y oeste de la ciudad. El político conservador Antonio Cánovas del Castillo, nacido en Málaga, influyó y, por Real Orden, estos terrenos fueron cedidos para la construcción de un parque urbano. En 1900 las tuberías y acometidas de agua son una realidad y la vegetación comienza a despuntar.
El Parque es un libro abierto sobre la historia de nuestra ciudad. Encontramos plantas de todos los continentes, y observamos que lo que lo hace exclusivo respecto de otros parques del país, es la escasez de especies europeas y mediterráneas. Las raras especies, adaptadas en los jardines de aclimatación que ya existían en la ciudad, fueron plantadas en este lugar, donde prosperaron rápidamente; de manera que sus árboles daban cobijo suficiente a los malagueños pocos años después.
Continuará…
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